Aglae Cortés: Un tratado visual sobre el vacío. Por Juan Antonio Molina


El proyecto de Aglae Cortés hace honor a la filosofía desde su mismo título. Tratado visual sobre el vacío alude a la vocación discursiva y especulativa de este ejercicio fotográfico, al tiempo que plantea como tema un concepto que se ubica en el cruce entre lo epistemológico y lo poético. Porque si la noción de vacío es un reto para el conocimiento, su representación visual sólo es posible desde la metáfora. Las fotografías de este proyecto entonces tienen que bordear los límites de la paradoja: plantearse como representaciones de lo irrepresentable. Curiosamente, eso da a las fotografías de Aglae Cortés un aire de sobria objetividad. La concentración en zonas mínimas de la realidad (un espacio marginal, un tiempo fugaz, un objeto débil) otorga a las fotografías un mutismo peculiar, porque su sentido no depende de la evocación de ciertas ausencias, sino de lo irrevocable de su propia presencia.
En el contexto de la obra de Aglae, la idea de “vacío” tiene connotaciones particulares, porque ella ha trabajado durante los últimos años a partir de su relación con determinadas zonas urbanas y habitacionales, caracterizados por la densidad poblacional y por las intersecciones entre los espacios públicos y privados. De hecho, el núcleo temático de esas obras siempre ha sido el espacio: el espacio como lugar transitado, o como lugar colonizado, el espacio como propiedad o como paisaje, el espacio matizado por las transiciones entre interior y exterior, el espacio ocupado o el espacio vacío. El “tratado visual sobre el vacío” es un resumen de esos temas, además de una irónica inversión de lo que ha sido el horizonte de la fotografía documental durante mucho tiempo. Al buscar áreas residuales de la realidad, zonas marginales y  casi invisibles, Aglae despoja al ejercicio fotográfico de su grandilocuencia tradicional y le incorpora una suerte de humildad, un tono quedo que, entre otras cosas, cuestiona la excesiva confianza que ha puesto la cultura occidental en la mirada.
“Hay un espacio que ha estado ahí antes y después de la mirada”, dice Aglae Cortés en la presentación de su proyecto. Lo cual la lleva a cuestionar: “¿Existe (el lugar) porque se fotografió o existe a pesar de la fotografía?” Si la fotografía ratifica el estatuto de realidad de las cosas, es probablemente porque con ello ratifica nuestro propio estatuto de realidad. Somos nosotros los que nos confirmamos ante lo real. Es nuestra propia existencia lo que busca sentido. Una realidad que existe al margen de nuestra propia capacidad para representarla sería una especie de fantasmagoría amenazante.
La idea de “vacío” también tiene ese cariz de peligro. Y tal vez eso es lo que da el tono levemente inquietante a unas fotografías que, por otra parte, pudieran ser percibidas como apacibles y neutras.
Las fotografías de la basura y el polvo amontonados surgen de esa inclinación poco “heroica” por lo residual, por lo que permanece en los bordes de lo real, infiltrado en los intersticios de una economía de lo real. Esta modestia del gesto fotográfico se opone a las representaciones de lo real como espectáculo. La obra de Aglae Cortés parece inclinarse por formas austeras. La gama cromática y tonal es bastante reducida, con predominio de los grises, algunas fotos parecen monocromas, no hay mucha intensidad en la iluminación, las composiciones son geométricas en la mayoría de los casos.
Las fotografías de arquitectura abren una secuencia imaginaria que se cierra con esas fotos del polvo. Aparentemente ambos conjuntos están en extremos opuestos, pero hay algo en el discurso de Aglae, que nos hace sospechar que no hay diferencias entre el gesto de fotografiar grandes edificios y el de fotografiar la basura acumulada en los rincones. Algunas vistas de la ciudad muestran un paisaje turbio, con edificios desdibujados y lejanos, inmersos en una atmósfera contaminada. Otras fotografías de interiores amplifican detalles intrascendentes, como la pintura descascarada de una pared, o el brazo desvencijado de un sillón. Además de la diferencia de escalas, estos distintos puntos de vista codifican la distancia entre el observador y lo observado como una relación que no es física, sino afectiva.
En este conjunto, la serie de autorretratos introduce una suerte de paréntesis. De hecho, estas fotos sorprenden después que se ha visto el resto del trabajo de Aglae Cortés. Además  no parecen encajar dentro de una especulación conceptual alrededor de la noción de vacío.  A todo lo largo del proyecto de Aglae la ironía aparece intermitentemente. Pero estos autorretratos son algo más que irónicos. Son ante todo dramáticos. Y con esto me refiero a su carácter teatral. Como todo autorretrato, estos son una manera de representarse a sí misma como otra. En todos los casos se trata de personas cercanas a la autora, miembros de su círculo familiar. Pero las fotos no tratan solamente de ese juego con las identidades. O, por lo menos, el cambio de identidad no se basa sólo en las apariencias. También aquí aparece una situación afectiva definitoria del acto fotográfico.
Esa relación afectiva con la realidad (y con la ficción) es la que da el tono personal a la obra de Aglae Cortés. Las preguntas que ella se hace terminan siendo retóricas. Porque al final no importa si las cosas estaban ahí antes de que ella las fotografiara. Incluso no importa si estaban ahí para otros. Lo importante de ciertas fotografías –como las que hace Aglae- es que surgen de la propia incertidumbre de la autora ante la realidad. Y que transmiten esa incertidumbre aun a pesar de la fotografía misma y de su programa de pretensiosa objetividad, multiplicando las preguntas sin imponer una respuesta.
Juan Antonio Molina

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