El proyecto de
Aglae Cortés hace honor a la filosofía desde su mismo título. Tratado visual
sobre el vacío alude a la vocación discursiva y especulativa de este ejercicio
fotográfico, al tiempo que plantea como tema un concepto que se ubica en el
cruce entre lo epistemológico y lo poético. Porque si la noción de vacío es un
reto para el conocimiento, su representación visual sólo es posible desde la
metáfora. Las fotografías de este proyecto entonces tienen que bordear los
límites de la paradoja: plantearse como representaciones de lo irrepresentable.
Curiosamente, eso da a las fotografías de Aglae Cortés un aire de sobria
objetividad. La concentración en zonas mínimas de la realidad (un espacio
marginal, un tiempo fugaz, un objeto débil) otorga a las fotografías un mutismo
peculiar, porque su sentido no depende de la evocación de ciertas ausencias,
sino de lo irrevocable de su propia presencia.
En el contexto
de la obra de Aglae, la idea de “vacío” tiene connotaciones particulares, porque
ella ha trabajado durante los últimos años a partir de su relación con
determinadas zonas urbanas y habitacionales, caracterizados por la densidad
poblacional y por las intersecciones entre los espacios públicos y privados. De
hecho, el núcleo temático de esas obras siempre ha sido el espacio: el espacio
como lugar transitado, o como lugar colonizado, el espacio como propiedad o
como paisaje, el espacio matizado por las transiciones entre interior y
exterior, el espacio ocupado o el espacio vacío. El “tratado visual sobre el
vacío” es un resumen de esos temas, además de una irónica inversión de lo que
ha sido el horizonte de la fotografía documental durante mucho tiempo. Al
buscar áreas residuales de la realidad, zonas marginales y casi invisibles, Aglae despoja al ejercicio
fotográfico de su grandilocuencia tradicional y le incorpora una suerte de
humildad, un tono quedo que, entre otras cosas, cuestiona la excesiva confianza
que ha puesto la cultura occidental en la mirada.
“Hay un espacio
que ha estado ahí antes y después de la mirada”, dice Aglae Cortés en la
presentación de su proyecto. Lo cual la lleva a cuestionar: “¿Existe (el lugar)
porque se fotografió o existe a pesar de la fotografía?” Si la fotografía
ratifica el estatuto de realidad de las cosas, es probablemente porque con ello
ratifica nuestro propio estatuto de realidad. Somos nosotros los que nos
confirmamos ante lo real. Es nuestra propia existencia lo que busca sentido.
Una realidad que existe al margen de nuestra propia capacidad para
representarla sería una especie de fantasmagoría amenazante.
La idea de
“vacío” también tiene ese cariz de peligro. Y tal vez eso es lo que da el tono
levemente inquietante a unas fotografías que, por otra parte, pudieran ser
percibidas como apacibles y neutras.
Las fotografías
de la basura y el polvo amontonados surgen de esa inclinación poco “heroica”
por lo residual, por lo que permanece en los bordes de lo real, infiltrado en
los intersticios de una economía de lo real. Esta modestia del gesto fotográfico
se opone a las representaciones de lo real como espectáculo. La obra de Aglae Cortés
parece inclinarse por formas austeras. La gama cromática y tonal es bastante
reducida, con predominio de los grises, algunas fotos parecen monocromas, no
hay mucha intensidad en la iluminación, las composiciones son geométricas en la
mayoría de los casos.
Las fotografías
de arquitectura abren una secuencia imaginaria que se cierra con esas fotos del
polvo. Aparentemente ambos conjuntos están en extremos opuestos, pero hay algo
en el discurso de Aglae, que nos hace sospechar que no hay diferencias entre el
gesto de fotografiar grandes edificios y el de fotografiar la basura acumulada
en los rincones. Algunas vistas de la ciudad muestran un paisaje turbio, con
edificios desdibujados y lejanos, inmersos en una atmósfera contaminada. Otras
fotografías de interiores amplifican detalles intrascendentes, como la pintura
descascarada de una pared, o el brazo desvencijado de un sillón. Además de la
diferencia de escalas, estos distintos puntos de vista codifican la distancia
entre el observador y lo observado como una relación que no es física, sino
afectiva.
En este
conjunto, la serie de autorretratos introduce una suerte de paréntesis. De
hecho, estas fotos sorprenden después que se ha visto el resto del trabajo de
Aglae Cortés. Además no parecen encajar
dentro de una especulación conceptual alrededor de la noción de vacío. A todo lo largo del proyecto de Aglae la
ironía aparece intermitentemente. Pero estos autorretratos son algo más que
irónicos. Son ante todo dramáticos. Y con esto me refiero a su carácter
teatral. Como todo autorretrato, estos son una manera de representarse a sí
misma como otra. En todos los casos se trata de personas cercanas a la autora,
miembros de su círculo familiar. Pero las fotos no tratan solamente de ese
juego con las identidades. O, por lo menos, el cambio de identidad no se basa
sólo en las apariencias. También aquí aparece una situación afectiva
definitoria del acto fotográfico.
Esa relación afectiva
con la realidad (y con la ficción) es la que da el tono personal a la obra de
Aglae Cortés. Las preguntas que ella se hace terminan siendo retóricas. Porque
al final no importa si las cosas estaban ahí antes de que ella las
fotografiara. Incluso no importa si estaban ahí para otros. Lo importante de
ciertas fotografías –como las que hace Aglae- es que surgen de la propia
incertidumbre de la autora ante la realidad. Y que transmiten esa incertidumbre
aun a pesar de la fotografía misma y de su programa de pretensiosa objetividad,
multiplicando las preguntas sin imponer una respuesta.
Juan Antonio
Molina
No hay comentarios:
Publicar un comentario