Camino al Tepeyac. Fotografías de Alinka Echeverría


Camino al Tepeyac.
Fotografías de Alinka Echeverría

Y si la fotografía perteneciese a un mundo
 que fuese todavía algo sensible al mito,
 no podríamos dejar de exultar ante la riqueza del símbolo.
Roland Barthes

Viaje al origen
La Virgen de Guadalupe es el emblema sagrado de la nación mexicana. Es el símbolo de su mestizaje y la referencia mística de su origen. Los millones de peregrinos que llegan cada año a la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México, no solamente buscan dar muestra de su adoración. Su participación en este ritual regenera un sentido de identidad y de pertenencia y contribuye a mantener intacto, en lo fundamental, el nexo psicológico y espiritual entre la comunidad y el territorio. Nexo que está en la base de la idea de nación como patria, y que depende también de los mitos sobre el pasado original.
La patria no es sólo el territorio. Más allá de sus referencias espaciales, la patria es el sitio mítico del origen y es la imagen consagrada del origen. En países donde la historia se identifica con el trauma, la patria se enaltece, se glorifica, se sublima como deseo colectivo. El deseo del origen –la imaginación del origen- es el deseo de la patria. El discurso de los políticos –y a veces también el de los poetas- juega mucho con ese erotismo de la patria soñada.
En México, la búsqueda del origen es como la búsqueda de la patria, un peregrinar retrospectivo, imaginario, transido por una mezcla de frustración y esperanza y marcado, hasta en los momentos más efusivos, por una sorda melancolía.
Reiner Schürmann decía que la noción de lo sagrado pertenece al contexto de lo original. ¿Pero qué es lo original sino lo irrecuperable, sino lo perdido? Lo original es lo irrepetible. Y todo viaje hacia el origen tiene los matices de la ficción y el tono de la metáfora, pues lo que tiene que ver con el origen se vive siempre como imposibilidad. Por eso todo lo que tiene que ver con el origen se vive a través de la imagen.

Fe y representación
Es interesante que Alinka Echeverría tomara todas estas fotos de los peregrinos guadalupanos justamente en el año en que los mexicanos celebraban el bicentenario de su independencia y el centenario de su revolución. El homenaje a la Virgen coincidió con las fiestas patrióticas y ambas celebraciones se vivieron como actos de fe, evocando la función purificadora de lo sagrado, en un caso, y la función redentora de la historia, en el otro.
En principio es la iconografía de la Virgen de Guadalupe, y no los peregrinos, lo que constituye el asunto de estas fotografías. Camino al Tepeyac refleja la manera en que los sectores populares acuden a la representación de la Virgen de Guadalupe, diversificándola, estableciendo variaciones dentro de la norma y colocando el objeto de culto en el cruce entre lo colectivo y la identidad individual. La autora selecciona, reproduce y dilata esas representaciones de la popular, generando imágenes compuestas de una cierta transversalidad (la imagen a través de la imagen) que hacen más rico el potencial iconográfico de la serie.
La clave de esta iconografía está en la inversión del concepto de retrato, al centrarse la atención, no en los rostros de los fotografiados, sino en sus cuerpos. De modo peculiar, la peregrinación, la imagen, el culto y el ritual están inscriptos en los cuerpos de estas personas, en sus posturas, en su gestualidad y en sus accesorios. Y en general la imagen de la Virgen no sólo parece inscribirse en los cuerpos de los peregrinos, sino que parece incluso sustituirlos.
Alinka Echeverría fotografía a las personas de espaldas para que se vea la imagen de la Virgen. Pudiera pensarse que en realidad lo que hace es fotografiar a la Virgen a expensas de las personas o, por lo menos, a expensas de sus identidades. Pero lo cierto es que para ellos la figura de la Virgen de Guadalupe es, en ese momento, lo más representativo de su propia identidad. Si la identidad se vuelve abstracta no es tanto por un efecto de anulación como por un efecto de comunión con el icono. Ese intercambio entre la persona y la figura  expresa también el sentido simbólico de estas fotos.
Hay mucho de unción en ese contacto con el icono. Hay mucho de purificación en esa cercanía con la imagen. Hay mucho de simpatía en esa familiaridad con lo sagrado. Pero también hay una economía de lo simbólico. Las representaciones de la Virgen que portan los peregrinos también nos dicen algo sobre los propios peregrinos. Mientras más lujosas, o más llamativas, mientras más originales o más decoradas, mientras más pesadas o más voluminosas, mejor servirán de referencia sobre el gusto estético, el estatus, el poder adquisitivo, el grado de fe, el grado de contrición, el nivel de agradecimiento o veneración de sus portadores. Y, en conclusión, mejor expresarán la manera en que se relacionan y asumen la efectividad simbólica de la imagen que portan.
Esa dimensión simbólica del icono se complementa con la manipulación que hace la fotógrafa al aislar las figuras y dejarlas todas sobre el mismo fondo neutral, como si no fueran a ninguna parte y como si su presencia fuera atemporal. Esa omisión de los contextos despoja a las fotografías de una parte de su contenido documental, que es decir, de cierto potencial de verdad que descansa en la cantidad de información que podría transmitir sobre el momento o la circunstancia de espacio y tiempo que identifica al sujeto fotografiado. Al borrar el contexto y dejar solamente a los sujetos, esa circunstancia local se disuelve en la abstracción.
La disolución del contexto es un gesto radical para enfatizar el carácter artístico del proyecto y marcar distancia respecto a sus posibilidades documentales y etnográficas. Con esto Alinka Echeverría también adopta una perspectiva personal ante un tema que cuenta con notables antecedentes dentro de la fotografía mexicana, pero cuyos mejores ejemplos se mantienen en un rango entre lo documental y lo poético.[1]

300 peregrinos
Despojar a cada foto de su contexto original genera también un énfasis de la semejanza. Así se llega a un conjunto en el que la analogía entre las fotos es artificial y, sin embargo, convincente, basada en la forma, pero también en lo estructural, en el tema, pero también en lo tecnológico, referida a lo cualitativo, pero también a una relación cuantitativa entre el cuerpo de la fotógrafa y la tecnología fotográfica. Esa relación entre el cuerpo y el dispositivo la imagino en la repetición del gesto: levantar la cámara, encuadrar, enfocar, apretar el obturador una y otra vez (trescientas veces, para ser más exactos) para lograr la representación de lo que parece un solo sujeto con múltiples fisonomías. Igualmente generar la ilusión de que el acto fotográfico se basa en un solo gesto, a pesar de que parezca reproducir el anterior o presagiar el siguiente.
Hay aquí un procedimiento cuyos resultados conducen a los conceptos de serie y de tipología e incluso, de redundancia. Creo que así se condiciona también el proceso de lectura, interpretación y goce de las imágenes, que va a estar asociado muy estrechamente a la temporalidad de la percepción, y a la dialéctica interna del conjunto, más que al aislamiento de piezas particulares. Eso desvía al espectador de la necesidad de encontrar “la foto”, con sus connotaciones de obra maestra irrepetible, y aporta al proyecto una racionalidad particular, invitando a contextualizar la obra a partir de sus implicaciones conceptuales.
De acuerdo a esa racionalidad la belleza (noción que para Alinka sigue siendo central, según ella misma ha declarado) no sería tanto un atributo del objeto como una metáfora para aludir a los procesos subjetivos (emocionales, pero también intelectuales) que se generan en la experiencia estética. Si la poética de Alinka Echeverría tiene que ver en lo formal con una cierta “objetividad”, atribuida sobre todo a la fotografía alemana en diversos momentos del siglo XX, es precisamente porque su trabajo se ha visto motivado siempre por la fascinación por las subjetividades y por esa zona de intersecciones, no siempre explícitas, entre la subjetividad del fotografiado y la subjetividad de la fotógrafa.
Lo que tiene de ficción este trabajo no depende tanto de la capacidad narrativa del documento como de la intervención -e incluso, la manipulación- del documento por la autora. Es la imagen la que se nos presenta como una ficción en sí misma. En Camino al Tepeyac no aparecen nunca el camino ni el cerro de Tepeyac, donde supuestamente apareció la virgen María en 1531, sólo aparecen los caminantes que, separados del camino, se convierten en figuras, cuya estática sólo puede ser relatada desde lo estético.
Al final este proyecto no es un relato de las jornadas de celebración a la Virgen de Guadalupe, sino un ensayo sobre la visibilidad del icono, su fuerza de pregnancia y su capacidad de mitificación en la fotografía.

La fotografía en un mundo sensible al mito
Si la serie de Alinka Echeverría está conformada por imágenes de otras imágenes, también incluye otra combinación interesante: el juego entre la fe en el documento fotográfico y la fe en el icono religioso. En esa relación entre documento e icono religioso es donde se genera una zona de ambigüedad, casi de ironía, que subyace en todo el proyecto.
Lo que José Luis Brea llamaba “la fuerza de creencia” de las imágenes, adquiere esa doble connotación en el caso de fotografías como estas, que reproducen iconos religiosos. Por un lado, cierto tipo de figuras sagradas son adoradas por un supuesto carácter testimonial, por su origen indicial y por su condición de imagen revelada o imagen impresa, en muchos casos. Por otro lado, la fotografía documental es apreciada también porque en lo revelado y en lo impreso se intuyen algunos principios de la magia: la aparición del doble, la imagen como reencarnación, sustitución y trascendencia del sujeto o de la cosa, la mezcla de erotismo y misterio que se da en el contacto virtual entre imagen y referente.
Todos esos elementos se constituyen como relatos que conforman la peculiar mitología asociada a la credibilidad de la imagen fotográfica en la sociedad contemporánea. En ese contexto la “fuerza de creencia” puede ser lo mismo el atributo de un realismo fotográfico, que la expresión de una presencia simbólica. Y la verosimilitud de la imagen fotográfica puede terminar siendo también una cuestión de fe.
La fotografía funciona con toda coherencia dentro de lo que Barthes hubiera llamado “un mundo sensible al mito”. En el contexto de La cámara lúcida, lo mítico estaría en ese relato que refiere el origen de lo fotográfico a los cuerpos y los objetos (pero sobre todo, a los cuerpos): “La foto es literalmente una emanación del referente…la foto del ser desaparecido viene a impresionarme como los rayos diferidos de una estrella…el cuerpo amado es inmortalizado por mediación de un metal precioso, la plata (monumento y lujo).”
Ese culto a la imagen del ausente, ese pensar la imagen como signo de muerte y de inmortalidad, esa combinación entre el deseo y la pérdida del referente, son algunos de los matices de una cierta religiosidad que de pronto aparece en nuestra relación con la fotografía. Y no es extraño que signos religiosos de tanto peso iconográfico, como la figura de Cristo en el manto de Turín, o la figura de la Virgen María en la tilma de Juan Diego, parezcan tener un origen protofotográfico.
Esas figuras religiosas aparecen también como signos de existencia (para usar un término de la semiótica aplicada a la fotografía). Pero inevitablemente una prueba de existencia viene impregnada de cierto valor póstumo. En 1958 José Lezama Lima cerraba su Preludio a las eras imaginarias diciendo que es en la imagen donde se vive “la sustancia de la resurrección”. No lo decía pensando en la fotografía, pero creo que esa esperanza de resurrección –lo que Lezama llamaba “morir en la imagen”- se encarna en la fotografía mejor que en ningún otro medio.
Creo que de ahí viene la densidad iconográfica de este trabajo de Alinka Echeverría. Por un lado tenemos fotografías que son representaciones de otras representaciones (representaciones artísticas de representaciones religiosas, para ser más exactos). Por otra parte las representaciones religiosas están vinculadas a los cuerpos de las personas que las portan, de modo que la reproducción de los iconos religiosos solamente es posible mediante la representación de los cuerpos, en una combinación que roza los márgenes del concepto de retrato. Las fotografías pueden impregnarse de –o al menos simular-la dimensión cultual de las representaciones religiosas, al tiempo que también simulan y manipulan la premisa de fe que condiciona nuestra relación con los documentos. Con toda esa complejidad el icono deviene texto de un relato sobre sí mismo y reformula, desde su tautología, su propia mitología.

Juan Antonio Molina Cuesta



[1] Entre esos precedentes deben mencionarse al menos las respectivas series de Marco Antonio Cruz y Pedro Valtierra, sobre el Niño Fidencio, o el ensayo México-Tenochtitlan, de Francisco Mata, o una parte considerable de la obra de Pedro Meyer, por citar algunos de los ejemplos más notables. Recientemente Federico Gama inició un proyecto titulado 12D para documentar la fe religiosa de distintos grupos urbanos. Como extensión de ese proyecto ha realizado el taller La fuerza de la fe: peregrinos y devotos en la Basílica de Guadalupe, donde involucra a otros fotógrafos jóvenes.

No hay comentarios: